martes, 9 de diciembre de 2008

La memoria de los arcenes.

Entonces, mientras conducía de vuelta a Barcelona, no sé por qué, me acordé de Vincent. Vincent era autista y viejo, estaba ingresado en el primer manicomio al que yo entré a trabajar como celador. Llevaba ya bastantes años allí y antes había estado en el de Cádiz, supongo que aquel pobre desgraciado se había pasado toda la vida entre las cuatro paredes de un loquero. No era un tipo problemático para ser autista, nunca se violentaba, tampoco recibía visitas, ni siquiera se llamaba Vincent o Vicente. Ya no recuerdo su nombre verdadero pero sé que era uno que no se parecía en nada al nombre por el que le conocíamos, me imagino que el apelativo debió ponérselo algún enfermero guasón y más o menos culto allá por el sur y, mira, la cosa tuvo éxito y se le quedó lo de Vincent ya para toda la vida e incluso para después de ésta.

Y digo lo de que el enfermero era relativamente culto porque el nombre es una alusión a Van Gogh, el tipo éste que pintaba girasoles y se cortó la oreja con una navaja de afeitar. Y no porque a nuestro Vincent, en un arrebato de ira, le hubiera dado por cortarse él también el apéndice auditivo, qué va, lo suyo tenía más mérito, había sido una labor más de erosión que de impulso, un trabajo lento y constante a lo largo de los años como el del viento o el del agua, un desgaste contínuo e incruento..

El viejo presentaba un comportamiento maniático que por lo demás no causaba a nadie -más allá de alguna señora de la limpieza un poco quisquillosa- la más mínima molestia. A saber: el tipo se pasaba todo el día recorriendo el perímetro de la habitación en la que se encontrase con la oreja bien pegada a la pared, ya fuese ésta la superficie enyesada de las de su habitación, el hormigón de los muros del patio o las frías baldosas del lavabo. Como si buscase algo. Algo en concreto. Y debía llevar muchos años haciéndolo porque lo cierto es que la fricción permanente de su perfil contra la piedra había acabado por jibarizar su oreja derecha hasta convertirla en un pedacito de carne endurecida al borde del oído; también había perdido el pelo y toda la piel que entraba en contacto con los muros se había convertido en una especie de cobertura callosa, la cicatriz de una cicatriz que cicatriza en la cicatriz.

Era evidente que algo andaba buscando al otro lado de las paredes. Un día le pregunté, ¿Qué buscas, Vincent?. Macandé, me contestó. ¿Macandé?, repetí yo, que no había oído aquella palabra en mi vida. Macandé, repitió en el mismo tono de voz, y después siguió avanzando sin separar la cara del tabique del pasillo, dejando un mínimo e irregular rastro de saliva que nos venía la mar de bien para encontrarlo cuando llegaba la hora de comer o la de irse a las habitaciones a echar la siesta.

Al principio no le di mayor importancia a su respuesta pero a la larga me fue picando la curiosidad. ¿Qué buscaba Vincent al otro lado de las paredes? ¿Qué significaba macandé? Así que una tarde entré en una biblioteca y cogí el diccionario más gordo que encontré. Macandé: adj., masc., sing. Loco, sobre todo entre los gitanos extremeños, decía. Y yo pensé que no dejaba de tener su gracia la figura de un loco que había consumido su vida y parte de su cuerpo en buscar a la locura en el interior de las paredes.

Mientras conducía por la autopista sin ganas de llegar a casa, me dejé llevar por la nostalgia. Recordé el permanente mosqueo de las señoras de la limpieza por la huella que Vincent dejaba en las paredes, a la joven esquelética que, con los antebrazos todavía envueltos en vendas y gasas, le llamaba “babosa” con un gesto de profundo desprecio en los huesos de la cara; el rastro de saliva que recorría el muro del patio justo hasta la mitad, como si hubiera pretendido realizar su gesta por la ruta más visible para que todos pudieran disfrutar de su proeza el día en que Vincent se escapó.

Lo cierto es que nadie lo vio, que era imposible que un hombre escalase por la superficie de aquel muro desnudo, que ni siquiera había huellas de arañazos en el hormigón que delatasen dónde habían hecho presa las manos, que el viejo tenía más de setenta años que, que, que... Una cosa era incuestionable: allí estaba el rastro de saliva que, justo al llegar a la mitad del muro, daba un giro de noventa grados adquiriendo una verticalidad inusitada y recorría en perfecta línea recta los tres metros que le separaban del cielo, atestiguando de forma irrefutable el vuelo del hombre sin oreja que nadie tuvo la suerte de contemplar.

Los periódicos decían que el cuerpo de Vincent fue encontrado sin vida al otro lado del muro del manicomio. La verdad es que yo no fui a mirar, siempre he preferido creer que el viejo encontró al fin lo que andaba buscando, fuese lo que fuese, y que emprendió. Porque, de no ser así, de no haber encontrado lo que andaba buscando, ¿qué carajo podía haber ocurrido para que un hombre que llevaba cuarenta o cincuenta años pegado a una pared de repente una mañana echase a volar?

Años después me aficioné al flamenco y descubrí que Macandé, Gabriel Macandé, había sido un cantaor gitano nacido en Cádiz a finales del siglo diecinueve, en mil ochocientos noventa y siete, y muerto en la misma ciudad cincuenta años después, ya casi mediado el siglo veinte. En realidad, del mismo modo que Vincent no se llamaba Vincent, tampoco él se llamaba Macandé. Macandé, como indicaba el diccionario, es la palabra que usan los gitanos para designar a un loco, y así empezaron a llamar al cantaor a raíz de sus rarezas.

Cuentan que tenía una voz preciosa y una forma personal de interpretar los fandangos de una belleza estremecedora, que se ganaba la vida vendiendo caramelos, que para venderlos cantaba un pregón que traía loco a medio Cádiz, que siempre arrastraba un séquito de treinta o cuarenta personas que no le seguían más que para escucharle cantar, que nunca quiso cobrar un duro por sus cantes.

Por lo visto se enamoró de una sordomuda -trágico destino para un cantante-, y engendraron tres hijos, todos los cuales heredaron la sordera materna, haciendo enloquecer por completo a Macandé que –y aquí viene lo más interesante- pasó los últimos doce años de su vida ingresado en el sanatorio de Cádiz, que supongo que debe ser el mismo en el que estuvo ingresado Vincent antes de que lo trasladaran al lugar donde yo le conocí, las fechas concuerdan.

También cuentan que Manolo Caracol, cuando estaba en la cumbre de su carrera, se pasaba tardes enteras sentado en un rincón del cuarto de Macandé, a la espera de que el gitano, ya totalmente desvalido y con la razón perdida, soltase un grito estremecedor por soleá o por siguiriya; y cuentan que, en ocasiones, cuando a Macandé le daba por gritar, Caracol rompía a llorar como un niño desconsolado y hasta las paredes se estremecían de miedo y asombro.

Yo tengo una teoría, quizá Caracol no fuese el único auditorio de aquellos jirones de cante, quizá en aquellas ocasiones, cuando a la voz de Macandé le daba por apropiarse del aire de su cuarto, al otro lado de las paredes que se estremecían, también se estremecía el joven Vincent, que por entonces aún debía conservar las dos orejas y al que por lo tanto nadie debía llamar así. Quizá Vincent, el hombre sin oreja, estuvo ingresado en la habitación contigua a la de Macandé y por eso se pasó la vida buscando su voz al otro lado de las paredes, dejándose parte de su físico en la empresa.

Claro, con mi teoría queda sin respuesta el motivo por el que Vincent emprendió el vuelo justo en el momento que lo hizo, eso nunca he alcanzado a entenderlo. Entré en Barcelona pensando en lo maravilloso que sería poder escuchar algún día la voz nunca registrada de Gabriel Macandé, la voz que nunca pudieron oír ni su mujer ni sus chiquillos, una voz tan hermosa que acabó haciendo enloquecer al hombre que la poseía.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Introducción a la etología.

Vinieron de los cuatro puntos cardinales para presenciar la ejecución; a pesar del bochorno, la plaza estaba atestada ya dos horas antes de la hora convenida. El verdugo, antes de ponerse la capucha, sale al balcón envuelto en una túnica para contemplar a su público. Lleva veinticinco años ejerciendo el oficio y en la intimidad no le queda más remedio que admitir que disfruta con su trabajo.

A la hora convenida y debidamente encapuchado, el verdugo sube al cadalso envuelto en el unánime silencio de la multitud. El reo no se hace esperar ni forma demasiado alboroto, se deja conducir sin oponer resistencia y apoya la cabeza con serenidad, ofreciendo impasible su límpido cuello a la voracidad desmedida del hacha del verdugo.

En el conocido instante de descargar el golpe seco que separa la cabeza del cuerpo del condenado, el verdugo, más allá de la satisfacción del trabajo bien hecho, siente por primera vez en su vida, una punzadita de algo parecido al remordimiento.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Pequeño cuento infinito para ser leído sobre una banda de Moebius.

, cansado de las continuas reduplicaciones amnésicas que padecía, así como de su complejo y exorbitado bucle autopoyético, sufrió una fuga psicogénica y durante todo un año creyó ser Raúl del Valle, un falso estudiante de filología que sueña con ser escritor y lleva cerca de un año trabajando en la historia de Alexitimio de Sacramenia, un cuarentón que vive todavía con su madre viuda desde siempre y no deja de padecer continuos dejà vu que le devuelven a su época de joven poeta frustrado hasta que un día sufre una fuga psicogénica y cree ser durante todo un año Raúl del Valle, un falso estudiante de filología que, harto del despotismo exacerbado de su progenitor, empieza a trabajar en un cuento protagonizado por una suerte de alter ego emocional: Alexitimio de Sacramenia que,

miércoles, 12 de noviembre de 2008

El cielo sobre Berlín.

Buscando no llamar la atención, aprendí primero a reprimir los olores que de forma natural el cuerpo desprende.
Es una cuestión de disciplina e interiorización, hay que identificar el momento preciso en el que los poros se abren, el instante en el que tu olor, como una especie de aura, coloniza el aire alrededor de tu cuerpo y, justo ahí, concentrarte en ellos, hacerles creer a los poros que en realidad están hechos del mismo material que las glándulas que captan el olor en el interior de las fosas nasales, convencerles de que son sumideros y no aspersores.
Parece difícil pero, a fuerza de insistir y con un poco de suerte, al final uno consigue neutralizar su identidad aromática.
Después ya fue todo mucho más fácil, dejé de hablar y me entrené hasta conseguir que mis pasos dejaran de emitir sonido alguno. Pasé así a formar parte del silencio.
Luego le tocó el turno al tacto y para eso tuve que buscar ayuda en un antiguo tratado de brujería. Después de dos meses de ingerir a diario el elixir de la intangibilidad me hice, cómo no, intangible y desde entonces ya nadie puede tocarme.
Los secretos de la invisibilidad fui a buscarlos al interior de una película coreana.
Ahora soy tan sólo un sabor y me dedico a pasear entre la gente sin ser percibido. A veces llevo un sobrecito de azúcar y, si veo a alguien especialmente triste, le meto un dedo en la boca después de haberlo introducido en el sobre.

Prácticas funerarias.

No queda en la ciudad sitiada lugar en el que enterrar a los muertos, las piras funerarias hacen el aire irrespirable, habrá que empezar a comérselos.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Génesis accidental de una danza ritual en honor de la hormiga perezosa.

Sábado, veintitrés de diciembre. Cena de navidad en el Terra dolça, un restaurante de Sant Cugat. Cerca de treinta amigos y amigas. A media tarde recibo una llamada, un amigo de los de la cena me dice que tiene que ir al aeropuerto para llevar a su novia, que coge un vuelo a las seis y media, y esperar allí a que venga su hermano -el de mi amigo, no el de su novia-, que vuelve a casa en un avión que, a priori, aterriza a las ocho y media, así que tendremos el tiempo justo para pasar por casa a que deje las maletas y llegar a la cena a la que él también está convocado. Te acompaño, le dije, vamos con mi coche.

Al final su hermano llegó casi a las diez y media. Pasamos cuatro horas en el aeropuerto y, claro, no es éste un lugar que ofrezca demasiadas alternativas para el ocio, así que nos pasamos la tarde en un contínuo peregrinar del bar al coche y viceversa. Dos cervezas en el bar; un poco de música y dos canutos en el coche. Dos cervezas en el bar; dos canutos en el coche. Dos cervezas; dos canutos. En la tercera visita al parking acabamos los dos cantando a grito pelao con Camarón sin importarnos un carajo lo mal que lo hacíamos.

El hermano de mi amigo, que llevaba liado entre escalas y retrasos desde las ocho de la mañana, llegó a las diez y veinte de la noche a Barcelona y lo primero con lo que se encontró al salir por la puerta de la terminal fue con dos tipos borrachos que le tendían las llaves de un coche y exclamaban a dúo: Conduces tú.

Conseguimos aparcar en una zona de carga y descarga junto a la iglesia, cerca del restaurante. Salimos del coche y el forzado conductor me dijo que le abriera el maletero, que quería coger no sé qué de la maleta. Pero si la llave la tienes tú, le dije, y los tres intercambiamos miradas de alarma. Miré a través del cristal de la ventanilla y vi la llave perfectamente colocadita en el contacto. Habíamos bajado los seguros de las puertas. No era, ni de lejos, la primera vez que me pasaba.

La otra copia de la llave la tenía en casa pero las llaves de casa las tenía dentro del coche así que, la única solución lógica que se me ocurría era localizar a mi compañero de piso y que alguno de los otros comensales me acercase a Rubí, apenas a cinco o seis kilómetros. Pero a ninguno de los tres nos pareció aconsejable hacer todo aquello con el estómago vacío así que decidimos irnos a cenar con el inexorable propósito de concluir con éxito la operación después de los cafés.

Cuando entramos al restaurante estaban terminando el primer plato; salimos con el segundo, postre, café y tres whiskys en el cuerpo. Alguien dijo que lo de mi coche se solucionaba con un fleje, que él con un fleje me abría el coche, así que, sin pensarlo dos veces, me encaramé como pude a una farola, supongo que con la ayuda de alguien, y descolgué una de esas banderolas que cuelga el ayuntamiento con la programación cultural de la temporada, que llevan un fleje como lastre para que el viento no las enrolle sobre sí mismas.

Lo del fleje resultó ser una propuesta baldía pero, claro, una vez alrededor del vehículo la gente se emocionó y, como poseidos por el espíritu del Vaquilla, todos empezaron, al principio tímidamente, a intentar abrir mi coche: unos tiraban estúpidamente de la maneta cada vez con más fuerza; otros intentaban bajar los diferentes cristales de cada una de las ventanillas; alguno, seguramente el más atrevido, sugirió que reventáramos uno de ellos y santas pascuas, Eso lo cubre el seguro, apostilló.

Al final vi que David, el tipo al que había acompañado al aeropuerto, presionando con las manos en el cristal de la puerta trasera del lado del acompañante y empujando hacia abajo, había conseguido hacerlo descender un par de centímetros o así, lo justo para que akguien pudiera meter los dedos. Y así, tirando hacia abajo los dos a la vez y con toda la mala leche del mundo, conseguimos, en un gesto súbito, bajarlo del todo.

La euforia se desató, Saltos, abrazos, fotos. En una de ellas, en la que se me ve más feliz, salgo subido al techo del coche, con los brazos en cruz y el pecho hacia adelante, como si fuese el mascarón de proa de una embarcación fenicia o cartaginesa. Y la euforia duró hasta que el sentido común hizo acto de presencia instalado en una voz que el recuerdo vuelve anónima y que, cogiéndome del brazo, me dijo: Oye, pero ahora el cristal no sube.

Lo que habíamos hecho era romper el cable de hilo de acero que es quien transmite al cristal la orden ascendente o descendente que recibe de la manivela de la puerta y, claro, sin cable el cristal no recibía -ni, en consecuencia, obedecía- orden alguna. Lo subíamos hasta arriba con las manos pero, en cuanto lo soltábamos, iniciaba un lento descenso que nosotros nos apresurábamos o corregir; lo soltábamos una vez más como esperando que se lo huniese pensado mejor y el cristal volvía a caer, despacio pero sin remedio, como un atardecer en el desierto. Al final algún iluminado, en la fase en la que lo teníamos arriba, insertó en la ranura, por el lado de dentro, el tapón de un boli bic y el cristal se quedó quieto.
Eso sí, desde entonces, cada vez que no alcanzo a esquivar un bache o paso demasiado rápido por encima de un badén, el cristal desciende unos milímetros, por lo que, cada vez que me bajo del coche, tengo que abrir la puerta de atrás del lado del acompañante, sacar el tapón, subir el cristal hasta arriba, volver a encajar el tapón, bajar el seguro, encajar la puerta. Un nuevo paso que añadir a la ya de por sí aparatosa coreografía que me veo obligado a representar tanto al entrar como al salir del coche.

Supongo que ahora me toca explicar esa aparatosa coreografía y las circunstancias que condujeron a ella. Circunstancias que, en realidad, se reducen a una: mi coche es alérgico a las cerraduras. Sólo así se explica el hecho incontrovertible de que, en el lapso de una semana, dejaran de funcionar sin intervención de mano ajena tanto la del conductor como la del acompañante. La única que sigue funcionando es la del maletero pero, claro, socialmente no está bien visto que uno entre por el maletero cada vez que tenga que subir al coche así que:

Maniobra de entrada:

Abrir el maletero.
Apoyar la rodilla e introducir medio cuerpo apoyando el pecho en el respaldo del asiento de atrás.
Levantar el seguro de la puerta trasera del lado del conductor.
Salir del coche.
Cerrar el maletero.
Dar unos pasos hasta encontrarse frente a la puerta trasera.
Abrirla.
Meter el brazo derecho y levantarle el seguro a la puerta delantera procurando no clavarse el pico metálico de la trasera en el pecho.
Cerrar la puerta trasera.
Sólo entonces, después de abrir la puerta delantera, puede uno sentarse en el lugar del conductor y, si no se ha dejado las llaves puestas en el maletero, arrancar el coche sin más preámbulos.

Hasta la noche de autos, a esta maniobra le correspondía una maniobra de salida perfectamente simétrica pero sin la intervención del maletero, lo que dotaba a la coreografía completa (maniobra de entrada + maniobra de salida) un aspecto tedioso y rutinario, como un monumento a la monotonía. Después de la noche de autos la cosa ha quedado como sigue:

Maniobra de salida:

Girar el torso a la derecha, inmediatamente después de sacar la llave del contacto, y alargar el brazo hasta poder levantarle el seguro a la puerta de atrás del lado del acompañanta.
Salir del coche y cerrar la puerta del conductor a ser posible con el cristal de la ventanilla debidamente subido. Abrir la puerta trasera del mismo lado.
Meter el brazo derecho y bajarle el seguro a la puerta delantera procurando no clavarse el pico metálico de la trasera en el pecho.
Cerrar la puerta trasera después de haberle bajado el seguro a ella también.
Rodear el coche hasta quedar frente a la puerta trasera del lado del acompañante.
Abrirla.
Sacar el tapón de bolígrafo azul de la ranura, subir el cristal con la mano y, manteniéndolo arriba del todo, volver a introducir la cuña improvisada.
Sólo entonces, después de bajar el seguro y cerrar la puerta trasera del lado del acompañante, puedo uno irse a casa o a donde sea que vaya con la tranquilidad de haber dejado el coche bien cerrado.

Ahora te toca a ti, querido lector, hacer un ejercicio de imaginación. Tienes que unir en tu cabeza las dos coreografías de forma continuada. Me tienes que ver entrando y saliendo una y otra vez del coche, sin saltarme ninguno de los pasos preceptivos, incansablemente, una y otra vez. Y tienes que verte a ti mismo como si fueses una cámara de video que, en plano cenital, como si estuviese colgada de una nube, enfoca a mi coche desde arriba, desde muy arriba, desde tan arriba que el coche se vea del tamaño de una nuez y yo sea apenas un insecto. ¿No te parece que parezco la más perezosa de las hormigas que se ha encontrado una enorme semilla en medio del camino y la está probándo para ver si su sabor es lo suficientemente agradable como para que merezca la pena cargar con semejante peso hasta el hormiguero?

lunes, 12 de mayo de 2008

Cosas de mayores

A veces piensa en hacerlo al revés, por delante. Enterrar la nariz en el justo centro de la almohada y apretar los extremos con fuerza contra los oídos hasta que no le quede una brizna de aire en los pulmones para tal vez así encontrar un silencio de verdad en el que poder dormir tranquilo.

Lo piensa con los ojos clavados en el techo de la habitación y la almohada apretada contra las orejas. Lo piensa y mientras lo piensa siente que la cabeza le va a estallar, "igual ya se han dormido", se dice antes de ir, poco a poco, aflojando la presión.

Parece que no se oye nada. El niño suelta la almohada, se incorpora en la cama, pega la oreja a la pared.

Más allá de los latidos de su propio corazón no escucha más que un ligero y acompasado ronquido de hombre y, como de muy lejos, el lento y entrecortado llanto de una mujer.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Primera aproximación a la idea de refugio


Les atormentan dolores propios y ajenos, nunca conocieron bandera, sufren por la dilatada agonía de los chicles en las aceras, por el llanto de ese bebé invisible que nadie atiende ni consuela, por el genocidio que en el patio de los colegios sufren los saltamontes cada primavera.
No saben hacia dónde ir y sin embargo caminan.

Nadie sabe hacia donde van pero caminan, y no les detendrán lluvias ni fronteras; la indiferencia de las personas normales, la lasciva tentación de las camareras; los ejércitos, la nieve, el frío; el legendario olvido de los poetas.

A veces alguno pierde pie o siente que le fallan las piernas y rueda por los suelos en desordenadas volteretas. Nunca falta quien se acerque a ofrecer su hombro como única muleta para seguir adelante con vocación de siameses que no quisieran dejar nunca de sentirse así de cerca.

No saben hacia dónde ir. Y sin embargo caminan.

¿De dónde carajo sacan las fuerzas?

Las profundidades


Lo malo de las profundidades es que no admiten el estatismo, uno no puede resignarse a habitar en ellas y quedarse ahí sentado en un rincón cualquiera de su pozo particular, un pozo que, por otra parte y como todo pozo que se precie, carece por completo de rincones.

En las profundidades no hay lugar para la quietud o el descanso, en el preciso instante en el que uno decide dejar de luchar por salir de ellas –total, igual no vale la pena-, en cuanto bajas los brazos admitiendo tu derrota es como si el suelo en el que te apoyas cediese bajo tus pies y otra vez te encuentras cayendo, como si el pozo no tuviese fondo o no tuviese más fondo que el de tu propia resistencia: seguirás cayendo mientras aguantes la caída, seguirás arrastrándote mientras las piernas y el vientre y los brazos te lo permitan.

Hay una leyenda judía que dice que en cada generación de hombres nacen treinta y seis hombres justos, treinta y seis almas puras destinadas a soportar sobre sus hombros todo el sufrimiento del que se hagan merecedores a lo largo de sus vidas el resto de hombres de su generación, treinta y seis desgraciados que sufrirán como perros mientras vivan.

Y cuenta la leyenda que, cada vez que uno de esos hombres muere, Dios en persona acoge el alma entre sus dedos y los frota sin descanso para hacerla entrar en calor y que, en ocasiones, es tanto el frío que el alma ha acumulado en su interior, que tarda cientos de años en conseguir que deje de temblar.

martes, 6 de mayo de 2008

Presente de indicativo


Con los años la vida se desdibuja, los recuerdos van perdiendo definición; el futuro, a medida que se acorta, se hace cada vez menos importante. Como si fuese cierto eso de que el tiempo pone a cada uno en su lugar y, claro, el lugar de la vida es el presente y el presente, sin un pasado que lo sustente ni un futuro hacia el que proyectarse, es más bien ligero e insustancial.

El presente es una columna de humo ascendiendo desde mi mano, el sabor del café de máquina dando vueltas en mi boca, el frío de la escalera de márnol en la que estoy sentado, el sonido del bolígrafo deslizándose sin prisa sobre el papel.

El presente es un bicho feliz en su ignorancia que juega a sonreir por las esquinas a la espera de toparse con una carcajada o un ataque de llanto, un grito de dolor o un arrebato de ira, cualquier cosa verdadera que atenúe siquiera un poco esta sensación de que todo es mentira

Teoría del plagio: Kafka, Borges, Pessoa.


La clásica y manida historia del que se esconde esperando ser encontrado y se cansa de esperar y descubre que absolutamente nadie le está buscando y regresa a su casa y, aterrorizado, comprende, al ver la expresión de extrañeza en la cara de su madre cuando la saluda en la cocina, que unas horas de ausencia han sido suficientes para que todo el mundo le olvide; la clásica y manida historia en la que no vale la pena detenerse.


O la de aquel que encontró refugio en los libros porque no conseguía sentirse bien entre las personas y, a medida que iba creciendo, cada vez se sentía mejor dentro de los libros y cada vez se sentía peor entre las personas, hasta que llegó un día en el que su necesidad de lectura era tan acuciante que, puesto en la disyuntiva de gastar sus últimos diez euros en un libro o en comida a cinco días de cobrar y con la nevera y le despensa exhausta, optó por comprarse el libro.
Tres días después, claro, era más sabio pero estaba hambriento, así que, en un arrebato del instinto, la emprendió con las páginas del libro y descubrió que la celulosa quita el hambre y ya no volvió a comer nada que no tuviera páginas y, poco a poco, fue adelgazando y sintiéndose cada vez más débil hasta que un día, en el trabajo, se desmayó y hubo que llevarlo a la mutua y le hicieron un análisis y resultó que, en lugar de sangre, por sus venas corría tinta negra y, para desconcierto de los médicos y de cuantos supieron de la historia, quedó claro que el tipo no era más que un cuento al que le había dado por el canibalismo.


A mí también hay días en los que la vida me duele como si me estuviesen golpeando con ella, días en los que quisiera morirme.
Otros, en cambio, me conformaría con estar muerto.

La risa de los cerdos



No vino nadie.
Lo tenía todo a punto y no vino nadie.

Los ceniceros vacíos, cerveza en la nevera, el vino en el decantador, la carne salpimentada, la barbacoa llena de carbón. Les había preparado un discurso de bienvenida y un regalo de despedida; tortilla de patata para que fuesen picando mientras se hacía la panceta; cognac, whisky y orujo para acompañar al café…

Al final no vino nadie.

Tiré el móvil a la taza del váter, me vacié media botella de orujo en la garganta, salí al balcón. Toda la noche de pie en el balcón, mirando la carretera, viendo pasar los camiones como embarcaciones a la deriva, barcos fantasma que sólo buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos.

Vomité tres veces sin molestarme en cambiar de postura, aguanté en pie los embates de la borrachera aferrado a la barandilla como un marinero rebelde soportando, en el carajo y sin una queja, lo peor de la borrasca.

Ya casi había amanecido cuando paró en el arcén el camión lleno de cerdos y el conductor bajó de la cabina al parecer dispuesto a cambiar una rueda.

Los cerdos chillaban, como si celebrasen aquella prórroga, como si de alguna manera intuyesen la cercanía del matadero. Los cerdos chillaban y, poco a poco, a medida que el sol se abría paso por entre las nubes bajas, fui comprendiendo que en realidad eran para mí aquellos chillidos; que en el fondo no eran más que carcajadas porcinas; que, vete a saber cómo, aquellos animales sabían que no había venido nadie y evidentemente se burlaban porque era como para burlarse.

Ser hijo de cazador tiene alguna que otra ventaja, pensé mientras llenaba de cartuchos la escopeta.

lunes, 28 de abril de 2008

El sueño de los trenes

Normalmente se espera en el andén.

Uno llega a la estación y atiende a los carteles
para ver cuando llega el tren
o se mete en el bar a tomar un cortao
con la leche natural o caliente
según el tiempo del que se disponga.

Pero en el tren no se espera,
para eso ya están los andenes
y las cafeterías de estación.

¿Y qué se hace en el tren?

Algunos -la mayoría si es de noche- duermen,
otros se preparan para cerrar el bar,
tres chicas más bien idiotas juegan a las cartas,
un valenciano bastante pelma intenta ligar
con una australiana de nombre René,
un tal Cabrera Martín esnifa cocaína
y explica a cualquiera que le sostenga la mirada
durante más de cinco segundos
que va a Motril a ver a unos primos
para correrse una juerga,
que se podría haber venido en coche,
que a doscientos veinte en seis horas
de Barcelona se planta en Granada,
que,
que,
que...

Ella duerme.

Los hay que permanecen inmóviles,
bien anclados en sus asientos,
otros se balancean
a cada nueva detención;
la chica rubia se cubre el torso y la cabeza
con un polar rojo,
de aquella butaca emergen un par de calcetines
con su respectivo par de pies,
alguien habla por teléfono
en voz muy baja,
suena una tos...

Ella duerme,
ya lo he dicho.

Tomás busca una mirada que le diga
que en el fondo él no es tan malo;
el cincuentón de la bolsa de trapo
va a la naranja o a la aceituna,
a lo que salga;
el Barbate lía canuto tras canuto
sentado en un taburete
del vagón cafetería;
el Rubio de la Perla explica,
entre lingotazos a la petaca
y maldiciones al móvil,
sus anécdotas de cantaor retirado...

¿Y él?
¿Él qué hace?

Él espera,
aunque esté en un tren y sepa perfectamente
que no es el lugar más apropiado para hacerlo.

Él espera,
porque nunca le gustaron los andenes,
porque ni vino aquí para otra cosa,
porque sólo sabe esperar
sin saber muy bien qué es lo que espera
pero esperando.

Ella duerme sin saber que él espera
y él espera sabiendo que es inútil,
que sólo lo hace porque ella duerme,
que en cuanto despierte
se acabó la espera.

Porque cuando ella abra los ojos
al instante él perderá,
otra vez sin saber por qué,
hasta el último resquicio de esperanza.

Mientras tanto le resulta hermoso
verla dormir.

jueves, 24 de abril de 2008

Inventario en prosa

Tengo una resaca de dimensiones cósmicas,
en la ceja una brecha cuyo origen no recuerdo,
la misma ropa con la que salí ayer de casa,
todo el humo de anoche adherido a mi pellejo.

Tengo ganas de que llegue mañana,
de que pasen cien años,
de haberme muerto.

Tengo el corazón en cuarentena,
el llanto a flor de piel,
la piel de repuesto.

Tengo una pena inalcanzable, un día gris,
un malestar que ya parece
formar parte de mi cuerpo.

Tengo un ejército de versos olvidados,
todas las camisetas llenas de agujeros,
ceniza por todas partes,
un par de amigos muertos.

Tengo el alma hecha pedazos,
la memoria en llamas,
el corazón en el dique seco.

Tengo este poema en prosa
que no acaba de encontrar el metro
atrapado a medio hacer
en la yema de los dedos.

Dime de qué presumes

La carencia como fenómeno sísmico,
como el rival a abatir.

Uno sólo carece de lo que recuerda;
bastará con una lobotomía
o cualquier otro método quirúrgico
apropiado para inducir la amnesia;
bastará con ir destruyendo los recuerdos
uno a uno y sin excepción,
con ir desmembrándolos hasta reducirlos
a casi nada,
con pisotearlos despiadada e insistentemente,
con hacerlo deprisa y sin llorar.

Los cursos de amputación por correspondencia
están hoy en día al alcance de cualquiera.