lunes, 28 de abril de 2008

El sueño de los trenes

Normalmente se espera en el andén.

Uno llega a la estación y atiende a los carteles
para ver cuando llega el tren
o se mete en el bar a tomar un cortao
con la leche natural o caliente
según el tiempo del que se disponga.

Pero en el tren no se espera,
para eso ya están los andenes
y las cafeterías de estación.

¿Y qué se hace en el tren?

Algunos -la mayoría si es de noche- duermen,
otros se preparan para cerrar el bar,
tres chicas más bien idiotas juegan a las cartas,
un valenciano bastante pelma intenta ligar
con una australiana de nombre René,
un tal Cabrera Martín esnifa cocaína
y explica a cualquiera que le sostenga la mirada
durante más de cinco segundos
que va a Motril a ver a unos primos
para correrse una juerga,
que se podría haber venido en coche,
que a doscientos veinte en seis horas
de Barcelona se planta en Granada,
que,
que,
que...

Ella duerme.

Los hay que permanecen inmóviles,
bien anclados en sus asientos,
otros se balancean
a cada nueva detención;
la chica rubia se cubre el torso y la cabeza
con un polar rojo,
de aquella butaca emergen un par de calcetines
con su respectivo par de pies,
alguien habla por teléfono
en voz muy baja,
suena una tos...

Ella duerme,
ya lo he dicho.

Tomás busca una mirada que le diga
que en el fondo él no es tan malo;
el cincuentón de la bolsa de trapo
va a la naranja o a la aceituna,
a lo que salga;
el Barbate lía canuto tras canuto
sentado en un taburete
del vagón cafetería;
el Rubio de la Perla explica,
entre lingotazos a la petaca
y maldiciones al móvil,
sus anécdotas de cantaor retirado...

¿Y él?
¿Él qué hace?

Él espera,
aunque esté en un tren y sepa perfectamente
que no es el lugar más apropiado para hacerlo.

Él espera,
porque nunca le gustaron los andenes,
porque ni vino aquí para otra cosa,
porque sólo sabe esperar
sin saber muy bien qué es lo que espera
pero esperando.

Ella duerme sin saber que él espera
y él espera sabiendo que es inútil,
que sólo lo hace porque ella duerme,
que en cuanto despierte
se acabó la espera.

Porque cuando ella abra los ojos
al instante él perderá,
otra vez sin saber por qué,
hasta el último resquicio de esperanza.

Mientras tanto le resulta hermoso
verla dormir.

jueves, 24 de abril de 2008

Inventario en prosa

Tengo una resaca de dimensiones cósmicas,
en la ceja una brecha cuyo origen no recuerdo,
la misma ropa con la que salí ayer de casa,
todo el humo de anoche adherido a mi pellejo.

Tengo ganas de que llegue mañana,
de que pasen cien años,
de haberme muerto.

Tengo el corazón en cuarentena,
el llanto a flor de piel,
la piel de repuesto.

Tengo una pena inalcanzable, un día gris,
un malestar que ya parece
formar parte de mi cuerpo.

Tengo un ejército de versos olvidados,
todas las camisetas llenas de agujeros,
ceniza por todas partes,
un par de amigos muertos.

Tengo el alma hecha pedazos,
la memoria en llamas,
el corazón en el dique seco.

Tengo este poema en prosa
que no acaba de encontrar el metro
atrapado a medio hacer
en la yema de los dedos.

Dime de qué presumes

La carencia como fenómeno sísmico,
como el rival a abatir.

Uno sólo carece de lo que recuerda;
bastará con una lobotomía
o cualquier otro método quirúrgico
apropiado para inducir la amnesia;
bastará con ir destruyendo los recuerdos
uno a uno y sin excepción,
con ir desmembrándolos hasta reducirlos
a casi nada,
con pisotearlos despiadada e insistentemente,
con hacerlo deprisa y sin llorar.

Los cursos de amputación por correspondencia
están hoy en día al alcance de cualquiera.