miércoles, 21 de mayo de 2008

Génesis accidental de una danza ritual en honor de la hormiga perezosa.

Sábado, veintitrés de diciembre. Cena de navidad en el Terra dolça, un restaurante de Sant Cugat. Cerca de treinta amigos y amigas. A media tarde recibo una llamada, un amigo de los de la cena me dice que tiene que ir al aeropuerto para llevar a su novia, que coge un vuelo a las seis y media, y esperar allí a que venga su hermano -el de mi amigo, no el de su novia-, que vuelve a casa en un avión que, a priori, aterriza a las ocho y media, así que tendremos el tiempo justo para pasar por casa a que deje las maletas y llegar a la cena a la que él también está convocado. Te acompaño, le dije, vamos con mi coche.

Al final su hermano llegó casi a las diez y media. Pasamos cuatro horas en el aeropuerto y, claro, no es éste un lugar que ofrezca demasiadas alternativas para el ocio, así que nos pasamos la tarde en un contínuo peregrinar del bar al coche y viceversa. Dos cervezas en el bar; un poco de música y dos canutos en el coche. Dos cervezas en el bar; dos canutos en el coche. Dos cervezas; dos canutos. En la tercera visita al parking acabamos los dos cantando a grito pelao con Camarón sin importarnos un carajo lo mal que lo hacíamos.

El hermano de mi amigo, que llevaba liado entre escalas y retrasos desde las ocho de la mañana, llegó a las diez y veinte de la noche a Barcelona y lo primero con lo que se encontró al salir por la puerta de la terminal fue con dos tipos borrachos que le tendían las llaves de un coche y exclamaban a dúo: Conduces tú.

Conseguimos aparcar en una zona de carga y descarga junto a la iglesia, cerca del restaurante. Salimos del coche y el forzado conductor me dijo que le abriera el maletero, que quería coger no sé qué de la maleta. Pero si la llave la tienes tú, le dije, y los tres intercambiamos miradas de alarma. Miré a través del cristal de la ventanilla y vi la llave perfectamente colocadita en el contacto. Habíamos bajado los seguros de las puertas. No era, ni de lejos, la primera vez que me pasaba.

La otra copia de la llave la tenía en casa pero las llaves de casa las tenía dentro del coche así que, la única solución lógica que se me ocurría era localizar a mi compañero de piso y que alguno de los otros comensales me acercase a Rubí, apenas a cinco o seis kilómetros. Pero a ninguno de los tres nos pareció aconsejable hacer todo aquello con el estómago vacío así que decidimos irnos a cenar con el inexorable propósito de concluir con éxito la operación después de los cafés.

Cuando entramos al restaurante estaban terminando el primer plato; salimos con el segundo, postre, café y tres whiskys en el cuerpo. Alguien dijo que lo de mi coche se solucionaba con un fleje, que él con un fleje me abría el coche, así que, sin pensarlo dos veces, me encaramé como pude a una farola, supongo que con la ayuda de alguien, y descolgué una de esas banderolas que cuelga el ayuntamiento con la programación cultural de la temporada, que llevan un fleje como lastre para que el viento no las enrolle sobre sí mismas.

Lo del fleje resultó ser una propuesta baldía pero, claro, una vez alrededor del vehículo la gente se emocionó y, como poseidos por el espíritu del Vaquilla, todos empezaron, al principio tímidamente, a intentar abrir mi coche: unos tiraban estúpidamente de la maneta cada vez con más fuerza; otros intentaban bajar los diferentes cristales de cada una de las ventanillas; alguno, seguramente el más atrevido, sugirió que reventáramos uno de ellos y santas pascuas, Eso lo cubre el seguro, apostilló.

Al final vi que David, el tipo al que había acompañado al aeropuerto, presionando con las manos en el cristal de la puerta trasera del lado del acompañante y empujando hacia abajo, había conseguido hacerlo descender un par de centímetros o así, lo justo para que akguien pudiera meter los dedos. Y así, tirando hacia abajo los dos a la vez y con toda la mala leche del mundo, conseguimos, en un gesto súbito, bajarlo del todo.

La euforia se desató, Saltos, abrazos, fotos. En una de ellas, en la que se me ve más feliz, salgo subido al techo del coche, con los brazos en cruz y el pecho hacia adelante, como si fuese el mascarón de proa de una embarcación fenicia o cartaginesa. Y la euforia duró hasta que el sentido común hizo acto de presencia instalado en una voz que el recuerdo vuelve anónima y que, cogiéndome del brazo, me dijo: Oye, pero ahora el cristal no sube.

Lo que habíamos hecho era romper el cable de hilo de acero que es quien transmite al cristal la orden ascendente o descendente que recibe de la manivela de la puerta y, claro, sin cable el cristal no recibía -ni, en consecuencia, obedecía- orden alguna. Lo subíamos hasta arriba con las manos pero, en cuanto lo soltábamos, iniciaba un lento descenso que nosotros nos apresurábamos o corregir; lo soltábamos una vez más como esperando que se lo huniese pensado mejor y el cristal volvía a caer, despacio pero sin remedio, como un atardecer en el desierto. Al final algún iluminado, en la fase en la que lo teníamos arriba, insertó en la ranura, por el lado de dentro, el tapón de un boli bic y el cristal se quedó quieto.
Eso sí, desde entonces, cada vez que no alcanzo a esquivar un bache o paso demasiado rápido por encima de un badén, el cristal desciende unos milímetros, por lo que, cada vez que me bajo del coche, tengo que abrir la puerta de atrás del lado del acompañante, sacar el tapón, subir el cristal hasta arriba, volver a encajar el tapón, bajar el seguro, encajar la puerta. Un nuevo paso que añadir a la ya de por sí aparatosa coreografía que me veo obligado a representar tanto al entrar como al salir del coche.

Supongo que ahora me toca explicar esa aparatosa coreografía y las circunstancias que condujeron a ella. Circunstancias que, en realidad, se reducen a una: mi coche es alérgico a las cerraduras. Sólo así se explica el hecho incontrovertible de que, en el lapso de una semana, dejaran de funcionar sin intervención de mano ajena tanto la del conductor como la del acompañante. La única que sigue funcionando es la del maletero pero, claro, socialmente no está bien visto que uno entre por el maletero cada vez que tenga que subir al coche así que:

Maniobra de entrada:

Abrir el maletero.
Apoyar la rodilla e introducir medio cuerpo apoyando el pecho en el respaldo del asiento de atrás.
Levantar el seguro de la puerta trasera del lado del conductor.
Salir del coche.
Cerrar el maletero.
Dar unos pasos hasta encontrarse frente a la puerta trasera.
Abrirla.
Meter el brazo derecho y levantarle el seguro a la puerta delantera procurando no clavarse el pico metálico de la trasera en el pecho.
Cerrar la puerta trasera.
Sólo entonces, después de abrir la puerta delantera, puede uno sentarse en el lugar del conductor y, si no se ha dejado las llaves puestas en el maletero, arrancar el coche sin más preámbulos.

Hasta la noche de autos, a esta maniobra le correspondía una maniobra de salida perfectamente simétrica pero sin la intervención del maletero, lo que dotaba a la coreografía completa (maniobra de entrada + maniobra de salida) un aspecto tedioso y rutinario, como un monumento a la monotonía. Después de la noche de autos la cosa ha quedado como sigue:

Maniobra de salida:

Girar el torso a la derecha, inmediatamente después de sacar la llave del contacto, y alargar el brazo hasta poder levantarle el seguro a la puerta de atrás del lado del acompañanta.
Salir del coche y cerrar la puerta del conductor a ser posible con el cristal de la ventanilla debidamente subido. Abrir la puerta trasera del mismo lado.
Meter el brazo derecho y bajarle el seguro a la puerta delantera procurando no clavarse el pico metálico de la trasera en el pecho.
Cerrar la puerta trasera después de haberle bajado el seguro a ella también.
Rodear el coche hasta quedar frente a la puerta trasera del lado del acompañante.
Abrirla.
Sacar el tapón de bolígrafo azul de la ranura, subir el cristal con la mano y, manteniéndolo arriba del todo, volver a introducir la cuña improvisada.
Sólo entonces, después de bajar el seguro y cerrar la puerta trasera del lado del acompañante, puedo uno irse a casa o a donde sea que vaya con la tranquilidad de haber dejado el coche bien cerrado.

Ahora te toca a ti, querido lector, hacer un ejercicio de imaginación. Tienes que unir en tu cabeza las dos coreografías de forma continuada. Me tienes que ver entrando y saliendo una y otra vez del coche, sin saltarme ninguno de los pasos preceptivos, incansablemente, una y otra vez. Y tienes que verte a ti mismo como si fueses una cámara de video que, en plano cenital, como si estuviese colgada de una nube, enfoca a mi coche desde arriba, desde muy arriba, desde tan arriba que el coche se vea del tamaño de una nuez y yo sea apenas un insecto. ¿No te parece que parezco la más perezosa de las hormigas que se ha encontrado una enorme semilla en medio del camino y la está probándo para ver si su sabor es lo suficientemente agradable como para que merezca la pena cargar con semejante peso hasta el hormiguero?

lunes, 12 de mayo de 2008

Cosas de mayores

A veces piensa en hacerlo al revés, por delante. Enterrar la nariz en el justo centro de la almohada y apretar los extremos con fuerza contra los oídos hasta que no le quede una brizna de aire en los pulmones para tal vez así encontrar un silencio de verdad en el que poder dormir tranquilo.

Lo piensa con los ojos clavados en el techo de la habitación y la almohada apretada contra las orejas. Lo piensa y mientras lo piensa siente que la cabeza le va a estallar, "igual ya se han dormido", se dice antes de ir, poco a poco, aflojando la presión.

Parece que no se oye nada. El niño suelta la almohada, se incorpora en la cama, pega la oreja a la pared.

Más allá de los latidos de su propio corazón no escucha más que un ligero y acompasado ronquido de hombre y, como de muy lejos, el lento y entrecortado llanto de una mujer.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Primera aproximación a la idea de refugio


Les atormentan dolores propios y ajenos, nunca conocieron bandera, sufren por la dilatada agonía de los chicles en las aceras, por el llanto de ese bebé invisible que nadie atiende ni consuela, por el genocidio que en el patio de los colegios sufren los saltamontes cada primavera.
No saben hacia dónde ir y sin embargo caminan.

Nadie sabe hacia donde van pero caminan, y no les detendrán lluvias ni fronteras; la indiferencia de las personas normales, la lasciva tentación de las camareras; los ejércitos, la nieve, el frío; el legendario olvido de los poetas.

A veces alguno pierde pie o siente que le fallan las piernas y rueda por los suelos en desordenadas volteretas. Nunca falta quien se acerque a ofrecer su hombro como única muleta para seguir adelante con vocación de siameses que no quisieran dejar nunca de sentirse así de cerca.

No saben hacia dónde ir. Y sin embargo caminan.

¿De dónde carajo sacan las fuerzas?

Las profundidades


Lo malo de las profundidades es que no admiten el estatismo, uno no puede resignarse a habitar en ellas y quedarse ahí sentado en un rincón cualquiera de su pozo particular, un pozo que, por otra parte y como todo pozo que se precie, carece por completo de rincones.

En las profundidades no hay lugar para la quietud o el descanso, en el preciso instante en el que uno decide dejar de luchar por salir de ellas –total, igual no vale la pena-, en cuanto bajas los brazos admitiendo tu derrota es como si el suelo en el que te apoyas cediese bajo tus pies y otra vez te encuentras cayendo, como si el pozo no tuviese fondo o no tuviese más fondo que el de tu propia resistencia: seguirás cayendo mientras aguantes la caída, seguirás arrastrándote mientras las piernas y el vientre y los brazos te lo permitan.

Hay una leyenda judía que dice que en cada generación de hombres nacen treinta y seis hombres justos, treinta y seis almas puras destinadas a soportar sobre sus hombros todo el sufrimiento del que se hagan merecedores a lo largo de sus vidas el resto de hombres de su generación, treinta y seis desgraciados que sufrirán como perros mientras vivan.

Y cuenta la leyenda que, cada vez que uno de esos hombres muere, Dios en persona acoge el alma entre sus dedos y los frota sin descanso para hacerla entrar en calor y que, en ocasiones, es tanto el frío que el alma ha acumulado en su interior, que tarda cientos de años en conseguir que deje de temblar.

martes, 6 de mayo de 2008

Presente de indicativo


Con los años la vida se desdibuja, los recuerdos van perdiendo definición; el futuro, a medida que se acorta, se hace cada vez menos importante. Como si fuese cierto eso de que el tiempo pone a cada uno en su lugar y, claro, el lugar de la vida es el presente y el presente, sin un pasado que lo sustente ni un futuro hacia el que proyectarse, es más bien ligero e insustancial.

El presente es una columna de humo ascendiendo desde mi mano, el sabor del café de máquina dando vueltas en mi boca, el frío de la escalera de márnol en la que estoy sentado, el sonido del bolígrafo deslizándose sin prisa sobre el papel.

El presente es un bicho feliz en su ignorancia que juega a sonreir por las esquinas a la espera de toparse con una carcajada o un ataque de llanto, un grito de dolor o un arrebato de ira, cualquier cosa verdadera que atenúe siquiera un poco esta sensación de que todo es mentira

Teoría del plagio: Kafka, Borges, Pessoa.


La clásica y manida historia del que se esconde esperando ser encontrado y se cansa de esperar y descubre que absolutamente nadie le está buscando y regresa a su casa y, aterrorizado, comprende, al ver la expresión de extrañeza en la cara de su madre cuando la saluda en la cocina, que unas horas de ausencia han sido suficientes para que todo el mundo le olvide; la clásica y manida historia en la que no vale la pena detenerse.


O la de aquel que encontró refugio en los libros porque no conseguía sentirse bien entre las personas y, a medida que iba creciendo, cada vez se sentía mejor dentro de los libros y cada vez se sentía peor entre las personas, hasta que llegó un día en el que su necesidad de lectura era tan acuciante que, puesto en la disyuntiva de gastar sus últimos diez euros en un libro o en comida a cinco días de cobrar y con la nevera y le despensa exhausta, optó por comprarse el libro.
Tres días después, claro, era más sabio pero estaba hambriento, así que, en un arrebato del instinto, la emprendió con las páginas del libro y descubrió que la celulosa quita el hambre y ya no volvió a comer nada que no tuviera páginas y, poco a poco, fue adelgazando y sintiéndose cada vez más débil hasta que un día, en el trabajo, se desmayó y hubo que llevarlo a la mutua y le hicieron un análisis y resultó que, en lugar de sangre, por sus venas corría tinta negra y, para desconcierto de los médicos y de cuantos supieron de la historia, quedó claro que el tipo no era más que un cuento al que le había dado por el canibalismo.


A mí también hay días en los que la vida me duele como si me estuviesen golpeando con ella, días en los que quisiera morirme.
Otros, en cambio, me conformaría con estar muerto.

La risa de los cerdos



No vino nadie.
Lo tenía todo a punto y no vino nadie.

Los ceniceros vacíos, cerveza en la nevera, el vino en el decantador, la carne salpimentada, la barbacoa llena de carbón. Les había preparado un discurso de bienvenida y un regalo de despedida; tortilla de patata para que fuesen picando mientras se hacía la panceta; cognac, whisky y orujo para acompañar al café…

Al final no vino nadie.

Tiré el móvil a la taza del váter, me vacié media botella de orujo en la garganta, salí al balcón. Toda la noche de pie en el balcón, mirando la carretera, viendo pasar los camiones como embarcaciones a la deriva, barcos fantasma que sólo buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos.

Vomité tres veces sin molestarme en cambiar de postura, aguanté en pie los embates de la borrachera aferrado a la barandilla como un marinero rebelde soportando, en el carajo y sin una queja, lo peor de la borrasca.

Ya casi había amanecido cuando paró en el arcén el camión lleno de cerdos y el conductor bajó de la cabina al parecer dispuesto a cambiar una rueda.

Los cerdos chillaban, como si celebrasen aquella prórroga, como si de alguna manera intuyesen la cercanía del matadero. Los cerdos chillaban y, poco a poco, a medida que el sol se abría paso por entre las nubes bajas, fui comprendiendo que en realidad eran para mí aquellos chillidos; que en el fondo no eran más que carcajadas porcinas; que, vete a saber cómo, aquellos animales sabían que no había venido nadie y evidentemente se burlaban porque era como para burlarse.

Ser hijo de cazador tiene alguna que otra ventaja, pensé mientras llenaba de cartuchos la escopeta.