martes, 22 de diciembre de 2009

Diccionario abreviado de jardinería o cosas que se pueden hacer amontonando restos de poda (II)

Caligrafía.

En el pupitre de delante una letra
entrevista por encima
del hombro de su propietaria;
una caligrafía que engorda y adelgaza
en ciclos que parecen naturales,
como si respirara;
una caligrafía que inclina los palitos
de las t y de las d y de las l
hacia uno y otro lado -sístole, diástole-,
como si, además de respirar, latiese.

Al final de la clase, camino de la puerta de salida,
intento ver de reojo por última vez su letra
y mis ojos se encuentran con un pezón
que se eriza al contacto con la tela de la camiseta.

La chica que respira y late
a través de su propia caligrafía,
esta mañana vino a clase
sin sujeción de ningún tipo.



Cicatriz.
Ni es muy honda ni, gracias al maquillaje, se aprecia bajo la luz de los focos, pero durante el día es perfectamente visible surcándole el rostro. Una recta perfecta que atraviesa la parte izquierda de su cara, desde la comisura de los labios hasta media mejilla, como si alguien hubiese intentado alargarle a la fuerza la sonrisa.


Confesión.

En la vida nunca se me han dado bien los finales. O son demasiado abruptos o demasiado dilatados. O se demoran hasta la náusea o son tan expeditivos y eficaces que parece que nunca hubiese existido la etapa que con ellos concluye.
Todo esto es por el cambio de estación, por el cambio de estado, por el curso que aún no comienza, porque no escribo, porque masturbarse dos veces al día no es ni de lejos saludable a partir de los treinta, porque tengo el piso hecho una pocilga, porque ya empiezan las alfombrillas del coche a estar otra vez llenas de colillas.
A veces pienso que el mundo me queda grande, que me sobran al menos un par de tallas, que haría falta hacerle algún remiendo pero, por más que busco, no consigo encontrarle las costuras.


Economía.

Al salir a la calle me di cuenta de que iba descalzo, al parecer me habían robado los zapatos.
Hacerse el dormido no es la mejor forma de dormir pero, si te lo haces con convicción, puede acabar desembocando en el sueño.
Quiero decir que yo estaba despierto cuando entraron, no abrí los ojos pero estaba despierto. Creo que eran tres, supongo que los tres iban borrachos.

Funambulismo.

Una estación chiquita en medio de ninguna parte. Un atardecer lento que va tiñendo el cielo al otro lado de los cables del tendido eléctrico. Un niño que mira los pájaros posados en los cables y se imagina que, un día de estos, en lugar de volver al circo en el que trabaja, trepará por uno de aquellos postes y dará la vuelta al mundo.

Futuro.

A veces me siento triste
sin venir a cuento.

Los placeres cotidianos,
la comida caliente,
las sábanas limpias,
no consiguen causar en mí
el más mínimo efecto.

Mis programadores no lo entienden,
me reprograman,
me reconfiguran,
revisan mis circuitos.



Grafomanía.

X es grafómano, un enfermo de la escritura. Alguien para quien las personas, los objetos y los aconteceres tanto de la vida en general como de su vida en particular, sólo cristalizan como verdadera realidad en el momento en el que los inserta en alguna de sus libretas.
X atribuye su grafomanía a la extraña propensión que existía entre sus profesores de primaria al recurso de la copia como forma de castigo; a hacer escribir n veces la misma frase ante la menor travesura o salida de tono de los alumnos.
X, que de niño era más bien revoltoso e indisciplinado, se pasó gran parte de la Educación General Básica con un bolígrafo en la mano, sentado frente a un folio que se iba llenando de palabras que, a fuerza de repetidas, dejaban de tener sentido. Frases del tipo No hablaré en clase o No insultaré a mis compañeros o No pegaré a nadie.
Curiosamente, aquella especie de suplicio medieval acabó sentándole bien a X. le relajaba el sonido del bolígrafo deslizándose sobre el papel, el breve refulgir de la tinta un instante antes de secarse, la forma en la que las letras se le iban tendiendo hacia la derecha a medida que avanzaba el proceso…
Como un monje budista dibujando un mantra, así me sentía copiando quinientas veces la misma estúpida frase, completamente solo en el aula después de que se hubieran terminado las clases; sobre todo cuando el profesor de turno, una vez acabada la faena y en un alarde de crueldad innecesario, rasgaba las hojas ante tus ojos y arrojaba los pedazos resultantes a la papelera, escribe X, ya adulto, en una de sus libretas, y es un tema sobre el cual, con el paso de los años, vuelve con relativa frecuencia.


Pecera.

Un astronauta perdido por las playas de Menorca en mitad del invierno, con su escafandra de humo y su anhelo de soledad y distancia, de atardeceres vistos desde el espacio y amaneceres que han perdido su capacidad de generar significados.
Un astronauta que mastica su derrota y descubre entre los pliegues de sabor que no existe la victoria, que para él, en este planeta y en este tiempo, no hay posibilidad alguna de escurrirle el bulto a la derrota.
Un astronauta que respira en silencio e imagina que los dibujos entrecruzados que deja sobre la arena húmeda de ciertas playas el mar en retirada son en realidad una escritura secreta, un alfabeto desconocido; como si el mar fuese un inmenso poeta líquido que compone extraños poemas sobre la arena; poemas que, quizá, sólo logren entender las nubes o las aves migratorias.

Refugio.

Una lluvia tenue y extrañamente persistente, como la resaca de tres cervezas y dos canutos a destiempo. Un túnel bajo las vías del tren -o bajo la autopista o bajo algún edificio-; un túnel de techo abovedado bajo el que refugiarse de la lluvia. La chica joven apaga el porro mientras abre la funda de su instrumento, lo saca, lo monta, se lo lleva a la boca y empieza a soplar. El sonido dulzón y melancólico de la trompeta impregna amplificado el aire del interior del túnel, como si fuese un cuenco puesto del revés. Fuera sigue tercamente lloviendo. Por encima, quizá, está a punto de pasar un tren.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Diccionario abreviado de jardinería o cosas que pueden hacerse amontonando restos de poda.

Aroma.

Conservo tu olor retenido
en la palma de la mano izquierda .

En alguna de mis viejas libretas
juré y perjuré no volver a escribirte
nunca más un poema.

Pero ahora me acuesto sin ti y descubro
tu olor retenido en la palma
de mi mano izquierda.

Mira qué sencillo me resulta
quebrantar una promesa.




Erizo.

En invierno
adquiere dimensiones trágicas
el amor de los erizos.

Si se abrazan,
se lastiman con sus púas;
si se separan,
se mueren de frío.




Esperanza.

No esperar nada de nadie
ni permitir que nadie
espere nada de uno.

Intentar imaginar que el mundo
no existe más que en tu mente,
que mañana, al abrir los ojos,
descubrirás que todo es mentira.

La persistente pesadilla
de un borracho que por error
está soñando tu cerebro.





Herida.

Pensar en cosas simples.

El olor de la tierra mojada
cuando de repente
y contra todo pronóstico
estalla un chaparrón.

El sonido del mar;
el color del cielo.

Pensar en cosas simples.

Luchar contra la sensación
de que otra vez estoy solo.

No dejar crecer las grietas,
recuperar de cualquier manera
algo parecido a la sonrisa.

Pensar en cosas simples.

Convencerme , pese a las apariencias,
de que no te has ido.




Hoguera.


Los sinónimos no existen,
la palabra es ante todo sonido,
las frases brillan en frecuencias concretas,
el párrafo debe ser
correlato de esa danza.


Hay que arder mientras se escribe
si se quiere ser digno
de semejante privilegio.







Miedo.


Muchacho acurrucado en un rincón
de la habitación a oscuras
que puede escuchar perfectamente
el latido que le confirma
que tampoco allí está solo.




Palabras.

La palabra nace como sonido,
la oralidad precede
en mucho a la escritura.

La palabra escrito no es sino un intento
de fijar la palabra hablada,
de dotar del atributo de la permanencia
a algo que en esencia es efímero y contingente,
de fotografiar el sonido mucho antes
de que existiese método alguno
de registro auditivo.

Ahí reside la profunda paradoja
de la palabra escrita,
representante sobre el papel
de una entidad sonora
condenada al silencio.

Pienso en la literatura desde dentro,
el aspecto que debe tener
el interior de lo literario.

El paisaje es desolador,
un desierto de silencio donde todos
parecen estar hablando,
el mundo visto desde el cerebro
de un cantaor sordo y ciego
que no deja de cantar.




Poema.

A veces las palabras se confabulan para,
desde una simplicidad extrema,
crear instantes de belleza
sólo comparables a cosas tan simples
como una puesta de sol en Gabdos
o una buena tormenta
sobre un techo de uralita.




Soledad.

Dolores que se solidifican y adquieren
el aspecto de alguien que se aleja,
un nuevo espejismo que se disuelve
en el horizonte, una retahíla
de cuerpos decapitados, el anhelo
de la soledad más absoluta,
de ser la única persona en el mundo
capaz de ver el mar.




Tormenta.

Un mar desconcertado
que no sabe qué hacer con tanta agua
y se enfurece y encabrita
y arroja sobre la arena de las playas
el descarnado cuerpo
de todos sus ahogados.




Trinchera.

Como a los golpes y sin fortuna
camino por este mundo,
sin encontrarle las costuras
ni mucho menos el rumbo.

Como a los golpes y a malos pasos,
coleccionando por los rincones
ceniceros que se desbordan
bajo el signo de Diógenes,
trastos por todas partes,
meadas fuera de tiesto,
platos llenos de comida fosilizada,
algún que otro amigo muerto.

Como a los golpes y sin remedio
pero aguantando la compostura,
con la frente todo lo alta que se pueda
sin dejar la garganta al descubierto.

No vaya a ser que alguien se anime
a darme en la tráquea el golpe
que sin duda me merezco.




Versos.

Los hay como disparos
condenados a repetirse,
te atrapan durante días y no puedes
dejar de recitarlos en tu cerebro
una y otra vez; como si
esa conjunción de palabras concreta
creara una necesidad en tus neuronas,
una pequeña adición,
un picor que sólo se calma
repitiendo entre dientes
los versos en cuestión.

El corazón,
si pudiera pensar,
se pararía.

El mar recordó, de pronto,
el nombre de todos sus ahogados.

El amor es mentira.
La caricia es mentira.
La amistad es mentira.




Western.


Aprender a esperar.
Saber que, en un momento dado
y sólo con el clima apropiado,
todo se ordena como por ensalmo,
como si alguien hubiese decidido
que justo en ese instante
ha llegado la hora
de empuñar el revólver.

Carroña putrefacta,
alimento para gusanos.

La herencia de la sangre,
la alegre responsabilidad de saberse
parte de una estirpe de asesinos.

La mirada fría y el gesto adusto,
el pulso sereno al apretar el gatillo,
la clara conciencia de que todo hombre
es la prefiguración de su cadáver,
futura carroña putrefacta,
alimento para larvas y gusanos.

martes, 15 de diciembre de 2009

Las últimas palabras.

Y pese a todo van cayendo las palabras
como los purpúreos restos de vino
de una copa tumbada
que se resiste a dejar de gotear.

Palabras asediadas por el silencio,
mendicantes y babosas
como viejas putas sin dientes
por las que ya nadie pagará.

Palabras perdidas para siempre
como el vino derramado
que nadie beberá.

Palabras que se escapan sin saberlo,
como ratas en fuga de un barco que se hunde,
en busca de un verso ajeno
en el que tal vez germinar.

Palabras que resisten la tormenta
aunque sepan que con la calma
llegará la soledad.

Palabras escritas en las paredes
por el último hombre vivo sobre la tierra
que sólo volverán a ser pronunciadas
cuando las cucarachas aprendan a leer.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Estrategias discursivas para vencer al desamparo.

Hoy está en celo la gata de enfrente.
El calor hace impensable
cerrar la ventana.

Sus inquietantes maullidos se escuchan
como si estuviese aquí mismo,
dentro del armario.

Como si tuviese encerrado a un bebé hambriento,
o a la madre que sostiene a su hijo muerto entre los brazos
y que ya ha llorado tanto
que no le quedan fuerzas más que para esa especie
de gemido sostenido que ya ni siquiera
llega a ser un grito.

Ahora se ha callado.
La gata, digo.

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Dibujar tu mirada
dibujarla como una forma
de arrebatártela.

Tan cerca del abismo
como de tus ojos.

Un sortilegio,
una sustracción mágica.

Lograr a través del dibujo,
gracias a la tinta,
la tan anhelada extracción
de tus globos oculares.

Para echárselos a los cerdos.

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Que la vida es corta
y los días estrechos
ya lo saben casi
todos los boleros.

A veces aprietan tanto
que hasta cuesta respirar;

Entonces, claro, me veo
como un pececillo naranja
boqueando bajo el sol
sobre la última mancha de humedad
de un charco que se evapora.

Por suerte tenemos los bares y la lluvia,
Camarón y las tormentas.

Por suerte uno puede emborracharse
hasta quedar sin sentido
con la esperanza de que llueva
y de que, para cuando se pase la resaca,
haya subido por fin la marea.

viernes, 20 de noviembre de 2009

99 formas de desaparecer en una curva.

Siempre he pensado que las llamadas leyendas urbanas no son sino muestras de literatura germinal, embrionaria, seminal incluso; un paso previo a la literatura oral; emergencias narrativas que aún no han llegado a reconocerse como tales; jirones de ficción a los que les cuesta desprenderse de ese envoltorio semiótico que la gente considera la realidad. Porque sí, a estas alturas ya se sabe que, eso que llamamos realidad, no es más que una ficción involuntariamente consensuada, el mundo todo una construcción verbal, un artificio del cerebro que necesita crear estabilidades para desenvolverse con eficiencia. Pero lo cierto es que la gente –así, a lo bruto, al por mayor- sigue considerando que el mundo existe independientemente de que nosotros lo verbalicemos, que las cosas sucedieron tal y como ellos recuerdan que lo hicieron, que las historias pueden ser más o menos verídicas, que la objetividad –la verdad- es un atributo alcanzable.

Una de las premisas que debe cumplir toda leyenda urbana es su indiscutible veracidad. Quien la cuenta siempre conoce a alguien o sabe de alguien que ha sido testigo presencial de lo que se cuenta, confiando toda la fuerza de la historia a su condición de hecho cierto, de suceso empíricamente ocurrido.

Quizá la primera leyenda urbana con la que entré en contacto fue la de la joven de la curva. El argumento es bien sabido aunque admite múltiples variaciones. Una joven hace autostop en una carretera poco transitada y peor iluminada –a veces en camisón, otras vestida de novia-. Es de noche o directamente de madrugada. Alguien se detiene en el arcén –un matrimonio maduro, un conductor solitario, dos amigos borrachos- y la chica sube al coche. Al acercarse a una curva concreta, por lo general a poca distancia del lugar en el que estaba detenida, la chica dice: Ten cuidado, en esta curva me maté yo, y desaparece como por arte de magia.

Esta es la configuración básica de la historia, su esqueleto, en la forma en la que me llegó a mí siendo un niño de apenas siete u ocho años, quizá incluso alguno menos. Me lo contaba mi madre siempre que íbamos a la playa por la carretera de curvas que unía Granollers con Mataró, la playa más cercana. Esta es la curva, decía mi madre, y yo no podía evitar sentir un infantil escalofrío de espanto. Ésa era la versión light de la historia, la versión dura –sin variar un ápice la historia en sí- llegaba cuando el paso por la curva se producía de noche, al regresar de alguna velada de boxeo, deporte al que mi padre ha sido siempre muy aficionado y del que en la capital del maresme, al menos durante mi infancia, se celebraban múltiples eventos. En esas ocasiones yo ni me atrevía a mirar hacia el arcén, en cuanto entrábamos en la carretera de curvas me acurrucaba en el asiento de atrás, con los ojos cerrados y tapándome absurdamente los oídos con las manos, y permanecía en esa posición hasta que mi madre, con una palmada en el hombro, me indicaba que ya habíamos superado la curva de marras. ¿Estaba?, solía preguntar yo. ¿Cómo va a estar?, contestaba escéptico mi padre. Yo, por si acaso, ni he mirado, replicaba mi madre que, por aquel entonces, era una consumada lectora de Stephen King.

99 formas de desaparecer en una curva. Ramón Quenó. El libro, claro, despertó mi curiosidad de inmediato. Busqué en la contraportada, pero era una de esas ediciones austeras, probablemente financiada por el propio autor, y no encontré ninguna información referente a éste. Yo tenía unos veinte años y nunca había oído hablar de Queneau, así que no me di cuenta de que, obviamente, Ramón Quenó era un pseudónimo. Compré el libro y, sin poder esperar a llegar a casa, me senté en un banco a hojearlo.

No había prólogo ni introducción ni títulos de los capítulos. El libro lo componía una secuencia de noventa y nueve fragmentos encabezados por un número romano, noventa y nueve fragmentos desnudos cada uno de los cuales supone una nueva variación en torno a la historia de la joven de la curva. Al principio pensé que se trataba de algo así como una antología, una colección de las distintas formas que había ido adquiriendo la leyenda en los diferentes lugares en los que había echado raíces, y echaba de menos el apunte geográfico, saber el lugar donde el autor del libro –a quien me imaginaba como un etnólogo recopilando antiguas leyendas incas en lo más recóndito del Ande- había recogido aquella variante concreta.

Pronto comprendí que aquello que tenía entre mis manos era una obra de ficción, un ejercicio de estilo, el trabajo de alguien que se había lanzado a imaginar, plasmándolas por escrito, las casi cien variantes de la leyenda que recogía el libro. En una de ellas –quizá la más previsible-, el conductor, justo al escuchar las primeras palabras de la chica, despierta en su cama y resulta que todo había sido un sueño. En otra el conductor –que es un camionero y conoce la historia-, detiene su vehículo antes de llegar a la curva de marras y viola brutalmente a la chica mientras le pregunta una y otra vez: ¿Y ahora por qué no desapareces?. En otra más –ligera variante de la anterior-, la chica, cuando el camionero detiene el vehículo, preveyendo la agresión, le empieza a contar un cuento hasta que consigue que el camionero se quede profundamente dormido y pasan mil y una noches aparcados en el arcén, a pocos metros de la curva.

La que más me gustó fue una en la que la chica es en realidad una adolescente curiosa que quiere saber si es cierto eso de que, cuando uno recibe un susto lo suficientemente terrorífico, el pelo se le vuelve blanco de repente, y, para comprobarlo, se planta los sábados por la noche al borde de la carretera, vestida con su mejor pijama y con el pulgar extendido, a la espera de que alguien la recoja. Pasan pocos coches y los que pasan nunca paran, así que, la noche que uno se detiene en el arcén, la chica no puede evitar sentir un hormigueo de emoción mientras se dirige hacia el coche, se asoma a la ventanilla y se sienta en el interior después de haber comprobado que el conductor, que va solo, no tiene ya el pelo blanco. En la próxima curva se lo digo, piensa la chica mientras se le acelera el pulso; pero, justo en ese instante, el conductor se la queda mirando con fijeza, le dice que en esa curva se mató él y desaparece. El texto no especifica si a la chica se le llenó o no el pelo de canas.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Premonición borrosa.

En la sintaxis del desamparo
el futuro se difumina.

Soñador que se siente soñado
e intuye su propia ruina.

¿Quién atizará la hoguera
en la que al fin nos consumamos?

¿Quién colocará nuestros huesos
en la última vitrina?

¿A quién le pediremos cuentas
cuando esto haya pasado?

Es fácil atrapar a la presa
cuando ya está malherida.

Nadie quiso ser verdugo,
ahora sólo quedan víctimas.

martes, 10 de noviembre de 2009

Querencias, esperanzas y temblores (poema en tres movimientos).

Quiero dejar de escribir
versos sentimentales
sólo admisibles en adolescentes empachados de Bécquer
y del Neruda de los versos tristes
y el me gusta cuando callas.



Quiero evitar –pero me cuesta- la rima fácil,
los poemas de amor, los cuentos efectistas,
la tendencia a salpimentar la ficción
con mediocres pedacitos de mi vida.



Quiero evaporarme como un charco
cuando sale el sol con fuerza,
escapar como el humo acumulado en el salón
al abrir el balcón una noche de fiesta.



Quiero cantar –pero no sé- canciones tristes
como recoger pájaros muertos de la calzada,
hasta desaparecer en la melodía
y reencarnarme en una lágrima.





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Suena feo, pero los sentimientos
no son más que una determinada
configuración electroquímica en tu cerebro.


Tenemos el privilegio de ser los últimos
humanos en el camino hacia la máquina.


Alrededor del 2200 los poetas
se irán a vivir al subsuelo con las ratas,
nuestros semejantes.


En el 2666 el mundo será un enorme cementerio
en el ojo sin párpado de un nonato.






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El ser humano, ese bicho despreciable
que de tanto repetírselo a sí mismo
ha acabado por llegar a creerse
la culminación de algo, el huevo del picnic,
la guinda del pastel, el ajo de todas las salsas;
punto álgido de un proceso
que se inicia en el big bang
y se proyecta hacia el infinito.



Estúpida presunción, verborrea de borrachos,
delirio de científicos jugando a ser dioses,
consuelo para idiotas incapaces
de aceptar que no son más
que el azaroso conglomerado de moléculas
que estúpidamente los conforman.

martes, 3 de noviembre de 2009

Propuestas para mejorar el mundo.

(en el extraño y poco probable caso de que el mundo, en algún momento y contra todo pronóstico razonable, mereciera ser mejorado.)

I

Si los ingenieros además de listos fuesen inteligentes, todos los teléfonos móviles incluirían entre sus aplicaciones la función colleja justa.

El mecanismo, de una gran sencillez, debería implantarse como obligatorio en todos los terminales puesto que, dada su naturaleza no jerárquica, rizomática, la aplicación colleja justa sólo puede funcionar satisfactoriamente si se alcanza la unanimidad absoluta; si todos y cada uno de los aparatos que forman parte del rizoma la llevan instalada. El mecanismo consistiría en una trampilla situada en el dorso de los teléfonos móviles cuyo accionamiento dependería única y exclusivamente del usuario del teléfono con el que se estuviese hablando en ese momento.

Si, a lo largo de la conversación, el usuario A dijese algo que mereciese ser sancionado con un buen pescozón, el usuario B, al otro lado de los repetidores y la fibra óptica, pulsaría el botón colleja de su celular. Entonces se abriría la tapa de la trampilla y de su interior emergería un brazo articulado rematado por una mano de látex que, eficaz y diligente, obsequiaría al usuario A con un sonoro palmetazo en la nuca.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Relaciones cromáticas entre el alcohol, el orín y los poetas.

Alcoholismo de baja intensidad.
El solitario de la xibeca.

A veces me pregunto a qué se debe
que beban tanto los poetas.
¿Será que en el fondo del vaso habitan
antes de ser escritos sus poemas?

Decía leopoldo maría panero que le gustaban,
por ser del color de la orina,
tanto el whisky como la cerveza.

Claro que, cuando uno se emborracha,
la orina es incolora.
¿Será esto la literatura?
¿Habrá que pasarse al vodka?

¿Y si al beber vodka hasta la inconsciencia
uno meara ocre?,
me pregunta un amigo.

Supongo que la respuesta eficaz,
si nos atenemos al imperativo cromático,
pasa por volver al whisky o a la cerveza,
estoy a punto de contestarle,
pero abro un libro de panero
y se me olvida enviar el mensaje.

No se me olvidan, sin embargo, las preguntas:
¿Para qué escribir si las palabras...?
¿Por qué escriben los poetas?
¿Encontraré respuesta en el fondo
de la próxima botella?

viernes, 25 de septiembre de 2009

La madurez de Peter Pan

Descubrir un día que el café,
que siempre te había gustado dulce,
ahora te gusta sin azúcar.

Que un canto aplazado, finalmente,
quizá no llegue a cantarse nunca.

Que hay trenes que se dejan pasar
sin que uno sepa
que esa vez era la última.

Que no hay más verdad que tu sombra
arrastrando su peso por las aceras;
que cada vez es más dura la resaca
y da menos risa la borrachera.

lunes, 21 de septiembre de 2009

La vida de las rocas.

Conozco esta sensación;
he pasado mucho tiempo aquí
como si ya nada importara.

Dejando crecer el musgo
en las zonas de sombra,
aguantando los embates
del viento y el agua.

Viendo caer pedazos de mí mismo
en forma de guijarros
desprendidos por la tormenta.

Luchando contra la evaporación
que está en la raíz de toda nube,
contra mi natural tendencia
a acabar convertido en charco.

Una nube con raíces,
contradicción de nacimiento,
el estigma del inútil sobre mis espaldas;
las gafas de sol de un búho
obligado a vivir de día
porque le da miedo la oscuridad.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Delirio de un psicópata que ve en sueños el futuro.

(niños corriendo descalzos
por un descampado cubierto de cristales rotos
y colillas encendidas)

Imágenes que te asaltan a veces
en el mismo centro de la pesadilla,

(enormes extensiones de campos quemados
donde aún se distingue el borboteo del tuétano
entre las brasas encendidas)

cuando llega el sueño y la fiebre se dispara
y en cualquier momento cualquiera
puede acabar con tu vida.

martes, 15 de septiembre de 2009

Incapacidades electivas

A veces intento escribir con rima como si la rima
fuese el remedio para todos mis males;
lo intento con el verso como si el verso
sirviese como antídoto, para consolarme.

Vivir con la desgracia de no ser poeta,
ese es mi castigo y mi cruz,
la razón profunda de esta tristeza mía
empeñada en no dejarme ni a sol ni a sombra,
en no dejarme.

Después me doy cuenta, claro,
de que no tengo talento para estos menesteres
y recaigo en la prosa como un vagabundo que comprende
que, a pesar del frío y de la rima,
él nunca va a poder dormir en un albergue.

jueves, 3 de septiembre de 2009

El poema de los guardianes (estrategias para el control demográfico).

Por la tarde vienen los enterradores
y se llevan los cuerpos, a veces no sin antes vencer
la resistencia de los buitres
que se afanan en su tarea. Por suerte nadie
tratará de identificarlos.

No nos está permitido comunicarnos con ellos,
las normas son estrictas al respecto:
si un guardián se dirige, sea de la manera
que sea, a un enterrador;
éste está obligado, so pena capital,
a matar al guardián
y sustituirlo en su tarea.

Durante el día el trabajo es sencillo:
basta con instalarse en el centro
del pedazo de desierto que me ha sido asignado
y esperar a que algún incauto
emerja de la arena.

No son muchos los que lo intentan
en horario diurno, el sol les asusta,
llevan demasiado tiempo enterrados;
pero de vez en cuando aparece un temerario
que acaba de excavar su túnel mientras el sol
aún luce en lo alto,
ofreciendo sin saberlo su cuello
para calmar la sed de mi cuchillo.

Cosas que quisiera haber escrito yo.

Cuando escribo lo único que sigue teniendo sentido es el tabaco...
(es angustiante y muy preocupante porque llega a alcanzar la lectura, toda vez que la escritura es quimera y absurdo y yo soy un titán que se caga de miedo)
(así, broto de la nada a la nada y te digo hola y te mando un abrazo pensando qué bueno sería verte por aquí. El universo se hace más y más complejo y no tengo a nadie a quien contarle acerca de Próxima centauri, que a lo mejor está desapareciendo en este mismo instante, para terror de poetas de estrellas vecinas que no alcanzarán a saber que su mañana acontece en el pasado aunque el del pantalón cagado lo vislumbre desde un vago presente)
Y así podría seguir y seguir hasta acabar escribiendo sólo vocales o juntando puñados de tierra y arroz en rima consonante.
Aleksandros Somier Castelho.

viernes, 31 de julio de 2009

Breve ensayo sobre la quinesiofotichepidad.

Quinesiofotichepidad: dícese de la extraña tendencia que presentan ciertos mecheros a viajar espontáneamente de bolsillo en bolsillo. La palabra viene del griego; quinesio: movimiento; fotia: fuego; chepi: bolsillo.

En realidad “fotia” es la forma de pedir fuego que se usa en el griego moderno y coloquial; un recurso etimológico de poco prestigio, por lo que también se ha documentado una variante culta formada a partir del clásico “pyros”, presente en palabras como pirómano o piroclasto, esa variante es, claro, la quinesiopirochepidad.

Tanto en su variante culta como en la popular, el neologismo en cuestión designa una propiedad que, como la fuerza electromagnética, presenta una estructura bipolar cuyos dos extremos son el polo aspersor y el polo sumidero.

Cuando una persona se encuentra en la fase sumidero, haga lo que haga, todos los mecheros cercanos tienden a acabar en sus bolsillos; la fase aspersor se caracteriza, claro, por la tendencia que presentan los mecheros de uno a refugiarse en bolsillo ajeno; no importa con cuantos encendedores salgas de casa, indefectiblemente, volverás sin ninguno.

La quinesiofotichepidad se podría definir, también, como la forma que han desarrollado los mecheros para rebelarse contra la propiedad privada; una forma de reivindicar la libertad de los objetos y de garantizar, así, que el flujo mundial de mecheros sea una corriente dinámica y, por tanto, viva; un macroorganismo que, sin cerebro ni aparato locomotor alguno, ha conseguido colonizar gran parte de nuestro planeta.

Se puede establecer una clasificación de las personas en base a cómo gestionan la quinesiofotichepidad de sus mecheros. Así, se pueden describir tres clases de individuos: bipolares, polarizados y castradores.

Los bipolares son la inmensa mayoría. Personas de naturaleza pendular que oscilan entre los dos polos quinesiofotichépidos, contribuyendo así de forma involuntaria pero decisiva al saludable dinamismo del flujo.

Los castradores son esos extraños individuos que, ajenos al devenir natural de los objetos que conforman el mundo, se empeñan en someter a los objetos que les rodean bajo el yugo de la posesión, ejerciendo un férreo control sobre todo aquello que consideran que les pertenece, incluyendo los mecheros; impidiendo así el libre discurrir de los acontecimientos objetuales y reprimiendo, con su enfermizo comportamiento, la natural expresión de la quinesiofotichepidad de los mecheros. Son individuos peligrosos de los que conviene mantenerse alejado.

Los polarizados, como su propio nombre indica, son aquellos individuos que dejan transcurrir su existencia instalados en uno de los dos polos, ya sea aspersor o sumidero. Sin llegar a ser una patología en sí misma, estos individuos pueden llegar a desarrollar afecciones psiquiátricas en ocasiones graves, sobre todo si no aceptan su propia naturaleza e intentan ir contra ella.

Se conocen casos de individuos sumidero que, agobiados por la mala conciencia, han intentado, noche tras noche, desprenderse en vano de todos sus mecheros; pero es inútil, al llegar a casa siempre acaban descubriendo, con consternación, que llevan alguno encima, llegando en esporádicas ocasiones al intento de suicidio por parte del individuo en cuestión.

También, en el polo opuesto, se ha documentado algún caso de individuo aspersor que, harto de la continua sangría moral y económica provocada por su anomalía quinesiofotichépida, han llegado a cometer la herejía de dejar de fumar.

En cualquier caso, vale la pena tener identificadas a las personas polarizadas, ya sea en uno u otro sentido. Los aspersores por razones evidentes: si estás cerca de alguien que se desprende siempre de sus mecheros, aumentan espectacularmente las posibilidades de pillar alguno. Los sumideros porque, si estás cerca de uno de ellos, siempre tendrás a alguien a quien pedirle fuego. Ya lo dice el refrán: quien a buen sumidero se arrima, buena llama le cobija.

miércoles, 22 de julio de 2009

Breves consideraciones literarias.

La literatura como arma para derrotar a la vida. Estúpida presunción. La literatura es el escenario de la lucha, no la espada. El enemigo no es la vida, la vida queda fuera de sus márgenes, no ha sido invitada a esta fiesta.

La vida no existe más allá de las palabras con las que intentamos apresarla. La mímesis es una entelequia, un espejo que en sí mismo se refleja, una ingenua y redundante tautología.

La literatura es un refugio para gladiadores incapaces de abandonar la batalla a pesar de haber comprendido desde el principio que no hay posibilidad de victoria, que la derrota es la única verdad incuestionable.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Maravillas de la condición humana (ficción revolucionaria)


A finales de febrero de dos mil nueve, ante el evidente fracaso de las protestas estudiantiles contra la implantación del plan Bolonia, con la también evidente degradación de la ya de por sí degradada enseñanza superior pública que dicha implantación supone, un alumno de informática de la universidad autónoma de Barcelona, decide, con el apoyo de sus compañeros de sindicato, dar un paso más allá en la escalada de protestas y declararse en huelga de hambre indefinida.

El ser humano dispone de dos operaciones fisiológicas sin las cuales el cuerpo no puede mantenerse con vida, dos condiciones sine qua non para la existencia: la nutrición y la respiración. Si un cuerpo humano deja de nutrirse, muere; si un cuerpo humano deja de respirar, muere. La única diferencia es de tiempo. Quizá sea esa condición de suicidio ralentizado, de lenta procesión hacia la muerte, la que dota a una huelga de hambre del halo cuasi místico que la rodea, de la fascinación que despierta.

Desde el principio, la radical protesta de Tomás despertó sentimientos encontrados entre los miembros de la asamblea de letras, que había sido algo así como el buque insignia de las fracasadas protestas del semestre anterior y exhibía orgullosa en su hoja de servicios la hazaña de haber ocupado durante un mes el edificio de la facultad y haber conseguido suspender, mientras duró la ocupación, toda actividad académica en sus aulas. La figura de Tomás, decía, despertó desde el principio sentimientos encontrados entre aquellos que se sentían a sí mismos como la vanguardia revolucionaria de la población estudiantil.

Por un lado, y en primer lugar, la ya citada fascinación ante el heroico acto de su compañero de lucha y su sacrificio en pos de la universidad pública. Fascinación que se tradujo en la inmediata convocatoria de manifestaciones y días de huelga como muestra de apoyo a la protesta; la distribución desinteresada de camisetas, chapitas y pegatinas con la efigie del ilustre mártir de la causa; la realización de pintadas laudatorias a lo largo y ancho del campus e, incluso, algún que otro corte de la autopista AP-7 a su paso junto a la universidad con el innegable riesgo para sus vidas que de esta acción se desprende.

Por otro lado, y de modo mucho más soterrado, corría entre los miembros más destacados de la asamblea de letras, grandes artífices de la épica ocupación del semestre anterior, una cierta sensación de envidia, como si todo aquello no fuese más que el producto de una confusión, una usurpación ilegítima; la certeza de que hubiese tenido que ser uno de ellos –y no un tal Tomás, de informática- quien diese aquel paso trascendental para la historia de las revueltas estudiantiles.

Una sensación que se fue acrecentando a medida que Tomás persistía en su mesiánica protesta y que llegó a su punto culminante el fin de semana que un destacado miembro de la asamblea de letras encontró, en una de esas paradetas que se montan en ciertos conciertos, junto a la clásica camiseta con el rostro del Che, una camiseta con el rostro de Tomás. En aquel momento sufrió una revelación instantánea que le hizo ver claramente cuál era la senda a seguir, por dónde discurría su camino.

Al llegar a su casa, todavía bajo el hechizo de su reciente epifanía, se sentó frente al ordenador y colgó un post en el blog de la asamblea de letras en el que se declaraba, dando una nueva vuelta de tuerca a la radicalización de las protestas que había supuesto la actitud de Tomás, en huelga de aire indefinida. Su madre lo encontró a la mañana siguiente tirado en el suelo junto a su escritorio, con los labios morados y un rictus como de victoriosa satisfacción en la cara.

Pudiera parecer un gesto absurdo y desmesurado, un sacrificio estéril y hasta cierto punto exhibicionista, pero lo cierto es que su drástica autoinmolación caló hondo entre la masa estudiantil y, la huelga de aire indefinida como si de un virus se tratase, empezó a expandirse entre el alumnado consiguiendo, en un plazo de dos años, paralizar la aplicación de Bolonia por falta de alumnos y eclipsar, así, la gesta de Tomás que, para entonces, llevaba más de setecientos días sin probar bocado.