viernes, 20 de noviembre de 2009

99 formas de desaparecer en una curva.

Siempre he pensado que las llamadas leyendas urbanas no son sino muestras de literatura germinal, embrionaria, seminal incluso; un paso previo a la literatura oral; emergencias narrativas que aún no han llegado a reconocerse como tales; jirones de ficción a los que les cuesta desprenderse de ese envoltorio semiótico que la gente considera la realidad. Porque sí, a estas alturas ya se sabe que, eso que llamamos realidad, no es más que una ficción involuntariamente consensuada, el mundo todo una construcción verbal, un artificio del cerebro que necesita crear estabilidades para desenvolverse con eficiencia. Pero lo cierto es que la gente –así, a lo bruto, al por mayor- sigue considerando que el mundo existe independientemente de que nosotros lo verbalicemos, que las cosas sucedieron tal y como ellos recuerdan que lo hicieron, que las historias pueden ser más o menos verídicas, que la objetividad –la verdad- es un atributo alcanzable.

Una de las premisas que debe cumplir toda leyenda urbana es su indiscutible veracidad. Quien la cuenta siempre conoce a alguien o sabe de alguien que ha sido testigo presencial de lo que se cuenta, confiando toda la fuerza de la historia a su condición de hecho cierto, de suceso empíricamente ocurrido.

Quizá la primera leyenda urbana con la que entré en contacto fue la de la joven de la curva. El argumento es bien sabido aunque admite múltiples variaciones. Una joven hace autostop en una carretera poco transitada y peor iluminada –a veces en camisón, otras vestida de novia-. Es de noche o directamente de madrugada. Alguien se detiene en el arcén –un matrimonio maduro, un conductor solitario, dos amigos borrachos- y la chica sube al coche. Al acercarse a una curva concreta, por lo general a poca distancia del lugar en el que estaba detenida, la chica dice: Ten cuidado, en esta curva me maté yo, y desaparece como por arte de magia.

Esta es la configuración básica de la historia, su esqueleto, en la forma en la que me llegó a mí siendo un niño de apenas siete u ocho años, quizá incluso alguno menos. Me lo contaba mi madre siempre que íbamos a la playa por la carretera de curvas que unía Granollers con Mataró, la playa más cercana. Esta es la curva, decía mi madre, y yo no podía evitar sentir un infantil escalofrío de espanto. Ésa era la versión light de la historia, la versión dura –sin variar un ápice la historia en sí- llegaba cuando el paso por la curva se producía de noche, al regresar de alguna velada de boxeo, deporte al que mi padre ha sido siempre muy aficionado y del que en la capital del maresme, al menos durante mi infancia, se celebraban múltiples eventos. En esas ocasiones yo ni me atrevía a mirar hacia el arcén, en cuanto entrábamos en la carretera de curvas me acurrucaba en el asiento de atrás, con los ojos cerrados y tapándome absurdamente los oídos con las manos, y permanecía en esa posición hasta que mi madre, con una palmada en el hombro, me indicaba que ya habíamos superado la curva de marras. ¿Estaba?, solía preguntar yo. ¿Cómo va a estar?, contestaba escéptico mi padre. Yo, por si acaso, ni he mirado, replicaba mi madre que, por aquel entonces, era una consumada lectora de Stephen King.

99 formas de desaparecer en una curva. Ramón Quenó. El libro, claro, despertó mi curiosidad de inmediato. Busqué en la contraportada, pero era una de esas ediciones austeras, probablemente financiada por el propio autor, y no encontré ninguna información referente a éste. Yo tenía unos veinte años y nunca había oído hablar de Queneau, así que no me di cuenta de que, obviamente, Ramón Quenó era un pseudónimo. Compré el libro y, sin poder esperar a llegar a casa, me senté en un banco a hojearlo.

No había prólogo ni introducción ni títulos de los capítulos. El libro lo componía una secuencia de noventa y nueve fragmentos encabezados por un número romano, noventa y nueve fragmentos desnudos cada uno de los cuales supone una nueva variación en torno a la historia de la joven de la curva. Al principio pensé que se trataba de algo así como una antología, una colección de las distintas formas que había ido adquiriendo la leyenda en los diferentes lugares en los que había echado raíces, y echaba de menos el apunte geográfico, saber el lugar donde el autor del libro –a quien me imaginaba como un etnólogo recopilando antiguas leyendas incas en lo más recóndito del Ande- había recogido aquella variante concreta.

Pronto comprendí que aquello que tenía entre mis manos era una obra de ficción, un ejercicio de estilo, el trabajo de alguien que se había lanzado a imaginar, plasmándolas por escrito, las casi cien variantes de la leyenda que recogía el libro. En una de ellas –quizá la más previsible-, el conductor, justo al escuchar las primeras palabras de la chica, despierta en su cama y resulta que todo había sido un sueño. En otra el conductor –que es un camionero y conoce la historia-, detiene su vehículo antes de llegar a la curva de marras y viola brutalmente a la chica mientras le pregunta una y otra vez: ¿Y ahora por qué no desapareces?. En otra más –ligera variante de la anterior-, la chica, cuando el camionero detiene el vehículo, preveyendo la agresión, le empieza a contar un cuento hasta que consigue que el camionero se quede profundamente dormido y pasan mil y una noches aparcados en el arcén, a pocos metros de la curva.

La que más me gustó fue una en la que la chica es en realidad una adolescente curiosa que quiere saber si es cierto eso de que, cuando uno recibe un susto lo suficientemente terrorífico, el pelo se le vuelve blanco de repente, y, para comprobarlo, se planta los sábados por la noche al borde de la carretera, vestida con su mejor pijama y con el pulgar extendido, a la espera de que alguien la recoja. Pasan pocos coches y los que pasan nunca paran, así que, la noche que uno se detiene en el arcén, la chica no puede evitar sentir un hormigueo de emoción mientras se dirige hacia el coche, se asoma a la ventanilla y se sienta en el interior después de haber comprobado que el conductor, que va solo, no tiene ya el pelo blanco. En la próxima curva se lo digo, piensa la chica mientras se le acelera el pulso; pero, justo en ese instante, el conductor se la queda mirando con fijeza, le dice que en esa curva se mató él y desaparece. El texto no especifica si a la chica se le llenó o no el pelo de canas.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Premonición borrosa.

En la sintaxis del desamparo
el futuro se difumina.

Soñador que se siente soñado
e intuye su propia ruina.

¿Quién atizará la hoguera
en la que al fin nos consumamos?

¿Quién colocará nuestros huesos
en la última vitrina?

¿A quién le pediremos cuentas
cuando esto haya pasado?

Es fácil atrapar a la presa
cuando ya está malherida.

Nadie quiso ser verdugo,
ahora sólo quedan víctimas.

martes, 10 de noviembre de 2009

Querencias, esperanzas y temblores (poema en tres movimientos).

Quiero dejar de escribir
versos sentimentales
sólo admisibles en adolescentes empachados de Bécquer
y del Neruda de los versos tristes
y el me gusta cuando callas.



Quiero evitar –pero me cuesta- la rima fácil,
los poemas de amor, los cuentos efectistas,
la tendencia a salpimentar la ficción
con mediocres pedacitos de mi vida.



Quiero evaporarme como un charco
cuando sale el sol con fuerza,
escapar como el humo acumulado en el salón
al abrir el balcón una noche de fiesta.



Quiero cantar –pero no sé- canciones tristes
como recoger pájaros muertos de la calzada,
hasta desaparecer en la melodía
y reencarnarme en una lágrima.





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Suena feo, pero los sentimientos
no son más que una determinada
configuración electroquímica en tu cerebro.


Tenemos el privilegio de ser los últimos
humanos en el camino hacia la máquina.


Alrededor del 2200 los poetas
se irán a vivir al subsuelo con las ratas,
nuestros semejantes.


En el 2666 el mundo será un enorme cementerio
en el ojo sin párpado de un nonato.






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El ser humano, ese bicho despreciable
que de tanto repetírselo a sí mismo
ha acabado por llegar a creerse
la culminación de algo, el huevo del picnic,
la guinda del pastel, el ajo de todas las salsas;
punto álgido de un proceso
que se inicia en el big bang
y se proyecta hacia el infinito.



Estúpida presunción, verborrea de borrachos,
delirio de científicos jugando a ser dioses,
consuelo para idiotas incapaces
de aceptar que no son más
que el azaroso conglomerado de moléculas
que estúpidamente los conforman.

martes, 3 de noviembre de 2009

Propuestas para mejorar el mundo.

(en el extraño y poco probable caso de que el mundo, en algún momento y contra todo pronóstico razonable, mereciera ser mejorado.)

I

Si los ingenieros además de listos fuesen inteligentes, todos los teléfonos móviles incluirían entre sus aplicaciones la función colleja justa.

El mecanismo, de una gran sencillez, debería implantarse como obligatorio en todos los terminales puesto que, dada su naturaleza no jerárquica, rizomática, la aplicación colleja justa sólo puede funcionar satisfactoriamente si se alcanza la unanimidad absoluta; si todos y cada uno de los aparatos que forman parte del rizoma la llevan instalada. El mecanismo consistiría en una trampilla situada en el dorso de los teléfonos móviles cuyo accionamiento dependería única y exclusivamente del usuario del teléfono con el que se estuviese hablando en ese momento.

Si, a lo largo de la conversación, el usuario A dijese algo que mereciese ser sancionado con un buen pescozón, el usuario B, al otro lado de los repetidores y la fibra óptica, pulsaría el botón colleja de su celular. Entonces se abriría la tapa de la trampilla y de su interior emergería un brazo articulado rematado por una mano de látex que, eficaz y diligente, obsequiaría al usuario A con un sonoro palmetazo en la nuca.